Una vez
desayunados (petit déjeuner si generoso que casi nos cuesta trabajo levantarnos
de la mesa!), las alforjas guindadas de la parrilla trasera y el cuenta
kilómetros llevado a cero, la partida es inminente. Sin embargo, Caldonazzo
merece dos vueltas por sus callejuelas estrechas. La primera vuelta, a la
búsqueda de una lavandería para secar ropa, cosa que no logramos, no porque no
hubiera lavandería, sino porque con nosotros la secadora automática no quiso
funcionar. Luego vino la vuelta de descubrir, de curiosear. En la vía Monte
Rive se alza la neoclásica iglesia de San Sisto, construida en la primera mitad
del siglo XVIII, por el arquitecto italiano Francesco Somalvico. Fachada
racional y austera con alto frontispicio soportado por cuatro columnas
entregadas. Detrás de su nave central, a la izquierda, la torre campanario, el
reloj marcando las nueve en punto de la mañana. En la explanada delante de la
iglesia, dos monumentos nos traen a recuerdo las grandes guerras europeas. Una
columna pequeña en la cual está inscrito “A los caídos y desaparecidos de todas
las guerras” sostiene una escultura de bronce con un ángel en oración tendido
sobre espinas… En el otro monumento, de Caldonazzo a sus hijos caídos del 14 al
18, aparecen todos los que no volvieron de la contienda. Sentí almas rondando
por la explanada, pensé en los soldados franceses, “les poilus” de la primera
guerra, y pensé en los cuatro hermanos Buttin. Y enrumbamos otra vez, siempre
mirando al sur, buscando la calzada romana. ©VCAweg2012
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