Escogimos Zams para cerrar la etapa del martes 11 de
septiembre, una comuna tirolesa que termina a 767 metros en la parte alta del
valle del Inn, vecina de Landeck, que es el distrito judicial. El clima es
suave considerando la altura, y como lo constatamos, llueve, llueve y llueve.
Entre Zams y Landeck confluyen el Inn y el Sanna. Es decir, agua por todas
partes. Pedaleando por la Hauptstrasse, nos detuvimos en el 69. Habitación
disponible en Haus Frank. Una casa-granja que emanaba olores vacunos. En la
planta baja, el establo, la lechería y todas las máquinas de trabajo. Nos
acomodamos en la luminosa “doppelzimmer” con un ventanal dando a un terreno con
árboles frutales. Rose (que debe ser la mujer de Frank) envasaba remolacha en
potes medianos, para una posterior venta. El rojo vino de la “betterave” me
hizo salivar. Ella nos muestra un anaquel lleno de potes y yo me pregunté si
nos llevabámos consigo uno de ellos, pero faltaba mucho por pedalear y un pomo
de cristal, puede dañarse en el camino. Salimos con la intención de descubrir
Zams. En 1911 la mitad del villorío fue consumido por las llamas, y de ese
incendio solo se salvó la torre campanario de la iglesia, considerada hoy como
sitio fácilmente ubicable en caso de pérdida. Y no creo que pueda uno
extraviarse en Zams. La iglesia fue reconstruida a proximidad de la torre, pero
no quedó adosada a ella. Una fina llovizna interrumpió la balada por el pueblo donde
no se veía un alma en sus calles. Fue anocheciendo poco a poco, y poco a poco
se nos fue desbocando un hambre que nos conminó a buscar un lugar donde
complacer a los estómagos. Cenamos en un gasthof inmediato a iglesia. Se come
lo que se caza, y de la caza provenían los platos propuestos por el restaurant,
de esa manera recuperamos el kilo perdido durante los poco más de cincuenta
kilómetros hechos en la jornada. ©VCAweg2012
mardi 11 septembre 2012
Les ruines du château de Kronburg (Zams)
Al final de ese largo martes, el pedaleo fue decisivo
para carenar en buen puerto. Granjas y tierras de laboreo, en ese término de
Schönweis que mezcla los verdes con suavidad. En medio de un terreno no
cultivado, distingo una caseta para guardar los aperos de labranza y las
cosechas de granos. Separada del suelo y en sus lados, varas puntiagudas. Me
traslado a las tierras gallegas donde el hórreo es rey en los campos y granjas.
Pero nada que ver entre la caseta austriaca y el hórreo de las comarcas
gallegas. La luz
del atardecer deja de ser menos intensa. Entre el Inn y el bosque quedan invisibles nuestras sombras. Al pie del
macizo, del otro lado del río, Starkenbach. Sobre un abrupto pico, las ruinas
del castillo de Kronburg hacen pensar a un territorio de hadas fantasmas. Subir
a las ruinas, ya atardeciendo, por la sinuosa ruta de montaña, ni que
estuviéramos locos.
Primero fortaleza en tiempos del duque Leopoldo III,
capilla, más tarde iglesia de peregrinación, con el tiempo, un monasterio al
lado de la iglesia, hoy las inquilinas son monjas caritativas. Pleitesía,
compras, ventas y prohibiciones son el resumen de siglos en este paraje del
Tirol. Creo que es mucho más hermoso ver el castillo desde abajo, e imaginar el
revolotear de los murciélagos buscando sitio entre las piedras. Kronburg dista
tres kilómetros de Zams, pueblo al que llegaremos
por el camino paralelo al Inn. ©VCAweg2012
Schönwies
Otros dos caseríos contornearemos antes de llegar a
Schönwies. El primero, Ried, es un conjunto de granjas agrícolas alrededor de
una capilla. El siguiente, Saurs, se extiende a lo largo del Inn, y en su calle
principal se levanta la Friedhof o capilla del cementerio. Schönwies no es
mucho más grande que los dos caseríos vecinos, pero presume de ser comuna y
municipio del distrito de Landeck. Con ellos comparte el hermoso panorama
alpino que le ofrece el Gran Schlenkerspitze, casi alcanzando los 3000 metros
de altura. Al pasar la señal que anuncia Schönwies, nos da la bienvenida San
Benito, protegido en una urna acristalada, y por la misma calle, una pequeña
capilla coronada por un campanario, como otros ya vistos en el Tirol. Blanca
con remates amarillo oro idéntico al de su blasón, un blasón parlante compuesto
de tres tréboles, de oro y rojo, y dividido en ángulo. En el centro superior de
la fachada de la capilla, una cruz patriarcal. La iglesia parroquial de San
Miguel es el edificio que sobresale de entre el mar de techos rojos y negros
del pueblo. La cubierta rojiza, los muros blancos y amarillo oro, como también
los ornamentos y molduras de la torre. Alta por su estructura, pero no por la
aguja, más bien modesta, encallada sobre cuatro frentes triangulares, y en cada
frente un reloj. Los cuatro relojes marcaban las 17h45, fin de una tarde larga
aún no acabada. Llegaba la hora de buscar alojo, pero no sería en Schönwies. El
tiempo presionaba, pero no pude seguir de largo al descubrir el monumento a los
caídos en la Primera Guerra, la del 14 al 18. En el mismo monumento se recuerda
a los caídos entre el 39 y 1945. Pero mi pensamiento va a la primera, aquella
que vio regresar a los cuatro hermanos Buttin, soldados que aprendieron a ser
soldados y a sobrevivir en las trincheras que se convertirían en matadero de
hombres jóvenes y viejos. ©VCAweg2012
Mils-Au
Entre franjas boscosas y campos laborados se llega a
Mils-Au, siempre el Inn a la izquierda con sus arrastres de arena formando
islas. El pito de un tren deteniéndose en Imsterberg nos saca de la ruralidad.
Campos de maíz cubren casi todos los terrenos. Verde coronado por espigas de
oro. La fe no falta por estos parajes, y cuenta de ello es la profusión de
altares y capillas bordeando los caminos. Poco antes de llegar a Mils-Au nos
recibió un Cristo de talla humana sentado sobre una roca, las manos atadas con
una cuerda, laceradas, en una mano sosteniendo una larga espiga, semicubierto por
una túnica y el rostro adolorido. “Todos ustedes que pasan están observando mi
dolor”, se puede leer en el fresco que orna la capilla. Me evado por dos
segundos y pienso en Hilda Velia, el rosario entre sus manos. Mils-Au, diminuto
caserío de cinco calles, una de las cuales nos llevará al otro Mils, Mils bei
Imst, que a su vez nos permite cruzar el Inn para pedalear hasta Schönwies. ©VCAweg2012
De Brennbichl a Mils
El “verkauf verleih reparatur” encontrado en la
Langgasse estaba casi a la salida de Imst, lo que nos permitió enlazar con la
ruta que atraviesa Brennbichl, barrio periférico de la ciudad, mitad rural
mitad industrioso y que da acceso a la A12. El camino para ciclistas va
paralelo al Pigerbach, un afluente del Inn. El turbulento Inn será a partir de
Brennbichl, como una brújula que irá marcando cada vuelta de las ruedas de
nuestros ciclos. El Inn a nuestra izquierda, a la derecha la autopista y la
franja industrial del sur de Imst. Al poco rato, olvidamos el ruido incesante
de la autopista y volvimos a deleitarnos con ese paisaje montañoso que hace
sorpendente el Tirol austriaco. ©VCAweg2012
Imst
Entramos en Imst por la calle Thomas Walch, que lleva
directo a la iglesia de la Asunción, de estilo gótico tardío, edificada en el
siglo XV. La misma torre puntiaguda que la parroquial de Dormitz, pero en lugar
de roja, gris plomo desafiando la silueta del macizo montañoso que le da aires
de tarjeta postal. Esta es la más alta torre de todo el Tirol Tiene su encanto la iglesia, de altos y
estrechos ventanales, y un friso pintado en la parte superior de los muros exteriores
que conforman el edificio principal. La torre abriga el mecanismo de los cuatro
relojes que marcan las horas de la eternidad a los muertos sepultados en el
camposanto que rodea a la iglesia.
El título de ciudad le fue otorgado en 1898, sin
embargo, desde 1282 le fue concedida la licencia de mercadeo. Su heráldica hace
honor a la bandera austriaca y al estandarte tirolés, ambos pintados en una
pared de la torre, que no es torre campanario, porque la campana tiene su lugar
encima del techo cubierto de pizarra, sobre el edificio de la sacristía.
Mientras pedaleábamos, iba imaginando Imst como si volviera allí una segunda
vez. La imaginación va más de prisa que nuestra propia sombra. Y es que
precisábamos encontrar un taller de reparación de bicicletas, y yo veía
talleres a izquierda y derecha. Imst tiene sus calles empinadas, y por ellas
fuimos subiendo y sufriendo del calor septembrino. Remontamos la Pfarrgasse.
Más adelante descubrimos la Johanneskirche, y en un recodo, la estatua de un
santo con un cordero echado sobre sus hombros, me pregunto cuál santo será, y
solo me viene a la memoria que el cordero es un símbolo cristiano, legendario
desde el primer siglo. Dejando atrás el centro, las calles se animan, el sol
comienza a quemar, los comercios reabren, y por fin nos tropezamos el taller de
reparación de bicicletas, que será, mientras la Gitane se hace vestir una nueva
parrilla, el reposo que necesitábamos. ©VCAweg2012
Dormitz, Strad y Tarrenz
Dormitz
se percibe como una mancha semiurbana entremezclada de verdes y campos
laborados. No es pueblo, tampoco es caserío, aunque lo fuera antes de convertirse en parroquia de
Nassereith. Desde el camino, que aquí se anuncia como calle del Ingeniero
Kastner se avista la flecha de la iglesia de San Nicolás, que emerge como punta
de lanza roja detrás del edificio. El valle de Gurgl es fértil, protegido por
los flancos del macizo montañoso, cubiertos de coníferas. Nos deslizamos
tranquilamente al amparo de la sombra oscura del bosque, por la calzada
original paralela al Gurglbach. Bordeamos una brutal cantera y entramos en el
camino boscoso que nos lleva a Strad. Perdido en un claro, Cristo, clavado a la
cruz. Un altar de camino, que los rivereños levantan para que no perdamos la fe
y el espíritu. Dos palabras que para muchos, navegan en un mar de dudas. En el
caserío, todos las calles, atajos y senderos se llaman Strad. En Strad, la
capilla está dedicada a la Trinidad. Pasamos de largo y bifurcamos en dirección
à Tarrenz, que como Strad, son caseríos del distrito de Imst. A uno y otro lado
del camino, verdean los maizales. El caserío que data del siglo XIII, conoció
la prosperidad explotando las minas de plomo. Aplomado estaba el cielo que al
momento de nuestro paso cubría Tarrenz. Poco faltaba para llegar a Imst, y
decidimos doblar el pedaleo para regalarnos un pequeño descanso en la primera
plaza que encontráramos. ©VCAweg2012
Nassereith
En un camino como la VCA, seis
kilómetros pasan casi volando. En Nassereith volveremos a tropezarnos con el
ciclista solitario que hemos encontrado en la cornisa que bordea el
Fersteinsee. De hecho, no es americano, es canadiense, y es que al escribir la
crónica entre fatiga y somnolencia, situé al ciclista en los confines de la
bandera estrellada y no en Vancouver! Poco importa, conociéndome poco nacionalista,
me creo que lo somos del mundo, y basta! Nassereith presume de bonitas
mansiones donde cohabitan tradición y modernidad. Techos a dos aguas, balcones
floridos, el toque discreto de un fresco sobre la fachada y ese banco en madera
que empuja al reposo y a la contemplación. Nassereith, a 843 metros de altura,
con su iglesia parroquial de los Tres Reyes y gente amable queriendo ayudarnos
a encontrar la buena dirección. La torre de la parroquial luce un doble bulbo,
y entre ambos, el campanario simple. Dos vírgenes nos llaman poderosamente la
atención, las dos descalzas sobre una hipotética bola azul, -el mundo azul?,
las dos protegidas de eventuales inclemencias del tiempo, -el tiempo detenido?,
quizás, por la expresión de sus rostros, por la desenvoltura de una los brazos
cruzados sobre el pecho o por la ternura de la otra cargando al Niño Jesús. Torre
e iglesia, pintadas de un rosa pastel y ornadas con molduras de trazos
lineales. Al mirar atrás, la torre emerge de entre los techos del pueblo. Atrás
van quedando esas casonas tirolesas que en estilo emulan con las casonas
bávaras. Delante el camino se nos abre a otros pueblos y horizontes… ©VCAweg2012
Schloss Ferstein
La susodicha fortaleza, el viejo
castillo de Ferstein, que ya lo era desde el siglo XIII, señorial y ahora ruinoso,
nos convidó a un alto –merecido alto después de tanto pedregar!, se yergue
sobre un espolón rocoso que fuera paso aduanal entre entre Reutte e Imst.
Muros, piedras y vestigios destruidos y reconstruidos a lo largo de los siglos.
El castillo está parcialmente preservado, como el pabellón de estilo neo-gótico
flanqueado por delgadas torres circulares de tres plantas. Un cartel anuncia el café
restaurant. El trote de caballos resonando al atravesar el paso bajo la arcada
que sostiene la torre. Estamos a solo seis kilómetros de Nassereith. ©VCAweg2012
Sendero entre Ferstein y Nassereith
Evidentemente estamos en un sendero
balizado para caminantes. Las barras
blancas y rojas pintadas en el tronco de un pino nos dan fe que podemos
seguir el camino, y luego una señal de peligro anunciando caída de piedras y
rocas nos pone en alerta. Estamos en la antigua calzada romana. Imposible
pedalear. El ascenso lo hacemos más que empujando, arrastrando las bicicletas
con sus alforjas y bártulos. En el pasaje más incómodo y estrecho del camino,
al borde de la cornisa, nos encontramos a un ciclista solitario, acompañado de
sus dos enormes mochilas atadas a cada lado de la parrilla. Nos presentamos. Un
americano, un libanés y un cubano, tres ciudadanos del mundo queriendo
igualarse a los romanos de chanclas y cascos con penachos montados en livianos
carruajes de dos ruedas. Los tres vamos a Nassereith por el camino menos
confortable. Después de la cornisa, otro sendero en picada y pedregoso nos da
la bienvenida. Por entre los pinos, la inmovilidad lacustre del Fersteinsee. El
trote de caballos llega a nuestros oídos. Delante de nosotros media docena de
jinetes y amazonas descienden parsimoniosamente el pedregal. Los adelantamos.
De un lado la pared rocosa envenenada de viejas raíces y plantas trepadoras.
Del otro el final de la cornisa con sus pinos agarrados a las rocas temiendo
caer en el lago. Entre ambos el sendero que muere justamente en una vieja
fortaleza, entra señorial por su pórtico arqueado y sale del otro lado en busca
de una ruta menos abrupta. Estamos a dos pasos de Nassereith. ©VCAweg2012
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