Evidentemente estamos en un sendero
balizado para caminantes. Las barras
blancas y rojas pintadas en el tronco de un pino nos dan fe que podemos
seguir el camino, y luego una señal de peligro anunciando caída de piedras y
rocas nos pone en alerta. Estamos en la antigua calzada romana. Imposible
pedalear. El ascenso lo hacemos más que empujando, arrastrando las bicicletas
con sus alforjas y bártulos. En el pasaje más incómodo y estrecho del camino,
al borde de la cornisa, nos encontramos a un ciclista solitario, acompañado de
sus dos enormes mochilas atadas a cada lado de la parrilla. Nos presentamos. Un
americano, un libanés y un cubano, tres ciudadanos del mundo queriendo
igualarse a los romanos de chanclas y cascos con penachos montados en livianos
carruajes de dos ruedas. Los tres vamos a Nassereith por el camino menos
confortable. Después de la cornisa, otro sendero en picada y pedregoso nos da
la bienvenida. Por entre los pinos, la inmovilidad lacustre del Fersteinsee. El
trote de caballos llega a nuestros oídos. Delante de nosotros media docena de
jinetes y amazonas descienden parsimoniosamente el pedregal. Los adelantamos.
De un lado la pared rocosa envenenada de viejas raíces y plantas trepadoras.
Del otro el final de la cornisa con sus pinos agarrados a las rocas temiendo
caer en el lago. Entre ambos el sendero que muere justamente en una vieja
fortaleza, entra señorial por su pórtico arqueado y sale del otro lado en busca
de una ruta menos abrupta. Estamos a dos pasos de Nassereith. ©VCAweg2012
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